Contratación civil, una fiel expresión de la patrimonialidad del derecho civil, La (Dúo)

Editorial Aranzadi, S.A.

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Contratación civil, una fiel expresión de la patrimonialidad del derecho civil, La (Dúo)

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Tras haber profundizado en el Derecho de Obligaciones y haber abordado algunos trabajos de investigación sobre diversos aspectos del mismo (responsabilidad civil, vicios ocultos, contratos conexos, precontratos, tratos preliminares), la consecuencia era lógica y natural: continuar el hilo conductor emprendido con el estudio de los diversos contratos civiles en particular, tal como se regulan en el Derecho de nuestros días. En una primera parte se incluye una unidad introductoria que recoge los aspectos generales de los contratos. La segunda unidad comprende los contratos consensuales, tanto onerosos (compraventa, permuta, arrendamiento, sociedad, mandato, transacción y arbitraje), como gratuitos (donación). La tercera unidad refiere la categoría de los contratos reales (comodato, mutuo, depósito), siguiendo una cuarta unidad que se dedica a la modalidad de los contratos aleatorios (contrato de alimentos, renta vitalicia, juego y apuesta, seguro). Por fin, la quinta unidad aborda la categoría de los contratos accesorios por antonomasia, como son las garantías, personales y reales (fianza, prenda, hipoteca, anticresis, amén de la hipoteca mobiliaria y prenda sin desplazamiento de la posesión).

Sumario:
?I.Compraventa, permuta
?II.Donación
?III.Arrendamiento
?IV.Sociedad civil
?V.Mandato
?VI.Transacción
?VII.Arbitraje

En un principio, en Roma, el contrato precisó no sólo del acuerdo de voluntades entre las partes contratantes, sino que, además, exigía la concurrencia de un requisito externo que elevaba el mero pacto (nudum pactum) a la categoría de contractus. Esta rigurosidad fue atenuada con el tiempo desde el momento en que ciertas convenciones se reputaron como verdaderos contratos, a pesar de que carecieran de cualquier elemento formal o externo, por lo que, sancionadas por el Ius civile, generaron obligaciones provistas de acción para exigir su cumplimiento. Es a partir de este instante cuando, a las modalidades precedentes de contratos verbales, literales y reales, se suma una nueva, cual es la de los contratos consensuales1), entre los que el Derecho clásico incluyó a la compraventa (emptio-venditio), el arrendamiento (locatio-conductio), la sociedad (societas) y el mandato (mandatum)2).

Estos contratos se caracterizan, pues, porque se perfeccionan por el mero consentimiento, privado de cualquier formalidad3). Es decir, bastaba la concurrencia de este requisito para la perfección del contrato y, por ende, podían celebrarse entre presentes o ausentes, siempre que existiera al respecto la voluntad de las partes, que podía ser expresa o tácita, ya manifestada oralmente, por escrito o a través de persona intermedia.

Sin embargo, esta categoría contractual no fue conocida por el Derecho de la época más antigua de Roma, sino que es fruto de la elaboración y aportación realizada por el Ius gentium, con base en las relaciones mercantiles efectuadas por los comerciantes extranjeros y romanos, una vez que la gran urbe romana se erige en centro y eje comercial del mundo occidental. Fue el pretor peregrino quien reconoció jurídicamente por primera vez tales convenciones para dar cabida a las nuevas necesidades impuestas por un tráfico mercantil en auge y, sólo con posterioridad, el Ius civile los elevó a la categoría de contratos, ante la importancia económica asumida por las relaciones jurídicas comerciales.



I. COMPRAVENTA, PERMUTA

CONTRATO DE COMPRAVENTA

Evolución histórica

En las legislaciones históricas la evolución de la compraventa apunta tres fases bien diferenciadas4): la compraventa real o manual, propia del Derecho Romano primitivo, en cuya virtud se produce un cambio inmediato de mercancías por dinero expresado a través de la entrega de la cosa mediante un procedimiento solemne (mancipatio) o no solemne (traditio); la compraventa consensual y productora de obligaciones, propia del Derecho Romano clásico y del Derecho moderno, que se perfecciona por el mero consentimiento, pero que para transmitir la propiedad requiere la entrega de la cosa; y la compraventa consensual y traslativa del dominio, propia de los Derechos francés e italiano, en la que el mero consentimiento entre las partes no sólo perfecciona el contrato sino que también genera la transmisión de la propiedad.

El fin esencial de esta figura radicaba en el cambio de cosas, corporales o no, por dinero; de dicho intercambio surge una serie de obligaciones para las partes. Originariamente la compraventa no exigía al vendedor la transmisión de la propiedad de la cosa al comprador, sino que bastaba con que aquél asegurara a éste la posesión pacífica de la cosa vendida5). A partir de esta consideración, claro está, era válida la venta de cosa ajena, lo cual nos ilustra de que la compraventa romana primitiva y clásica no presentaron un paralelismo exacto con la concepción actual que tenemos del instituto.

En efecto, la forma primitiva del cambio fue encarnada a través de la figura de la permuta cambio de cosa por cosa , si bien presentaba algunas dificultades, pues uno de los contratantes debía tener necesidad de lo que al otro le sobraba y, además, las cosas objeto de cambio debían contar con un valor equivalente. A los fines de salvar dichos escollos se acudió para asentar el cambio de cosa por cosa a mercancías de universal aceptación, como por ejemplo las cabezas de ganado, en un principio, y, luego, los metales amonedados. Precisamente, desde que se adopta un tipo de mercancía que asume la función de medida común del valor de las demás se puede decir que nace el contrato de compraventa.

Sin embargo, su necesidad económica y social fue asumida y cumplida antes de su aparición por el mecanismo del trueque real y efectivo de una cosa por precio, que se articuló generalmente a través del molde de la stipulatio6), desdoblada a su vez en dos stipulationes: una, por la que el vendedor prometía la entrega de la cosa y el comprador se hacía acreedor de ella (emptio); y otra, por la que el comprador prometía pagar el precio del que el vendedor se hacía acreedor (venditio). La compraventa descompone el trueque en dos operaciones y lo simplifica, de tal manera que, una vez configurada como contrato autónomo, asume el nombre compuesto de emptio-venditio y adquiere la naturaleza obligacional del negocio que le precedió en el tiempo, pero no adopta el carácter real que de su esencia y función pareciera derivar. Es decir, a través del mecanismo de la stipulatio desdoblada en dos stipulationes se verificaría el tránsito de la compraventa real a la consensual en el Derecho Romano.

Así es, porque la compraventa romana nunca constituyó un modo adquisitivo del derecho real de propiedad, sino que ésta más bien se adquiría por los modos de adquisición derivativos tradicionales7), como la mancipatio, in iure cessio, traditio o usucapio. Las razones de esta afirmación eran, fundamentalmente, dos: de un lado, que el derecho de propiedad del viejo Ius civile era monopolio exclusivo de los ciudadanos romanos (dominium ex iure Quiritium), de tal manera que, si se atribuyera efecto adquisitivo al contrato, se estaría marginando del mismo a los extranjeros, al quedar excluidos los peregrinos de esta forma histórica de propiedad, cuando, dada su dedicación profesional al comercio, representaban en la práctica el grueso y contingente principal; de otro lado, y relacionado con lo anterior, de seguir y aceptar la premisa señalada, esto es, el carácter traslativo del dominio en la compraventa, y puesto que las res nec mancipi no podían ser objeto de la propiedad quiritaria, se estaría excluyendo del mismo a este conjunto de cosas, importantes no sólo en número, sino también por su trascendencia económica, como sucedía, por ejemplo, con los predios provinciales.

Sin embargo, dada la función económica de la compraventa, se exigía que tanto fuera accesible para todos, como que recayera sobre todos los bienes. Aun así, la evolución progresiva del contrato en ciernes tiende a superar tales escollos y lograr con ello que el vendedor no sólo pudiera transmitir la posesión, sino también la propiedad con carácter definitivo, razón por la cual la vieja regla en cuya virtud el vendedor sólo se obligaba a transmitir la posesión quedó reducida a un dogma más formal que real.

Así pues, la compraventa (emptio-venditio) que Roma nos presenta ya de forma más elaborada fue un contrato consensual por el cual una persona llamada vendedor (venditor) se obligaba a transmitir a otra, comprador (emptor), la posesión de una cosa (merx) y, a su vez, mantenerlo en el goce pacífico de la misma, a cambio de una suma de dinero (pretium), que el comprador, por su parte, se obligaba a transmitirle en propiedad. De tal manera, la compraventa romana se configura como un contrato consensual, principal, bilateral perfecto (sinalagmático)8), de buena fe9), a título oneroso, procedente del Ius gentium.

Tratándose de un contrato de buena fe y no de derecho estricto10), las partes podían incluir los pactos que tuvieran por conveniente, y en la compraventa es donde la libertad contractual expresada en cláusulas accesorias tuvo campo abonado para su más amplio desarrollo. Por ello, destacamos a continuación los pactos más usuales e importantes anexos al contrato de compraventa:

1. Pacto comisorio (ex lege commisoria). En su virtud, el vendedor se reservaba la facultad de resolver el contrato si el comprador no verificaba el pago en el plazo convenido11), de modo que el comprador estaba obligado, de darse el caso, a restituir la cosa libre de cargas, con todos sus frutos y accesorios, o, en su defecto, indemnizar los daños y perjuicios; en tanto que el vendedor debía por su parte devolver el precio recibida. El ejercicio de la actio venditi por el vendedor excluía la solicitud de resolución del contrato12).

2. Pacto de resolución por mejor oferta (in diem addictio). El vendedor se reservaba el derecho de rescindir el contrato si en un plazo determinado tras su conclusión recibía una oferta de un tercero más ventajosa que la recibida. En caso de producirse tal oferta, el vendedor debía notificarla al comprador, quien podía igualarla y quedarse, por tanto, con la cosa de forma definitiva13). De no igualarla, previa devolución del precio, intereses y gastos hechos en la cosa, el comprador debía devolverla libre de cargas con todos sus frutos y accesorios. Si transcurrido el plazo establecido, no hubiera habido mejor oferta de un tercero o, de haberla habido, no fue aceptada por el vendedor, la compraventa se hacía firme y definitiva.

3. Pacto de compra a prueba (pactum displicentiae). El comprador se reservaba el derecho a resolver el contrato si tras probar la cosa ésta no servía para el fin previsto o no le satisfacía, con los efectos propios de una condición resolutoria14), si la cosa no agradaba al comprador, o bien de una condición suspensiva15), si la eficacia del contrato se subordinaba a que la cosa agradara e interesara a aquél. Las partes fijaban el plazo para la práctica de la prueba y, en su defecto, el comprador contaba con un plazo de sesenta días para arrepentirse. Pasado el lapso pactado o el de sesenta días sin ejercitar tal facultad por el comprador, el contrato se hacía firme o definitivo, si se le hubiera otorgado a la prueba la consideración de condición resolutoria; o bien el contrato resultaba ineficaz, de haber sido considerada aquélla como una condición suspensiva.

4. Pacto de retroventa o rescate (pactum de retrovendendo). El vendedor se reservaba por un plazo determinado el derecho de recuperar o rescatar la cosa tras la devolución al comprador del precio recibido, siempre que la misma no hubiera sido enajenada a un tercero pues, en tal caso, sólo podría exigir al comprador la indemnización por daños y prejuicios.

De la misma naturaleza y efectos que este pacto, pero en sentido contrario, favorable al comprador, es el pacto de reventa (pactum de retroemendo), de modo que el comprador podía obligar al vendedor a readquirir la cosa a cambio de la devolución del precio que pagó por ella.

5. Pacto de preferencia (pactum protimeseos). El vendedor se reservaba la facultad de ser preferido frente a cualquier tercero, en las mismas condiciones ofrecidas por éste, si el comprador optaba por vender la cosa adquirida. Si éste no respetaba el pacto, el vendedor no podía perseguir la cosa frente al adquirente, pero sí exigir al comprador la indemnización de daños y perjuicios a través de la actio venditi16).

6. Pacto de reserva de hipoteca (pactum reservatae hypothecae). El vendedor se reservaba un derecho de hipoteca sobre la cosa vendida en garantía del pago del precio, hipoteca preferente a cualquier otra que hubiera podido constituir el comprador sobre la cosa.

7. Pacto de reserva de dominio (pactum reservatae dominium). El vendedor, aunque hubiera entregado la cosa, se reservaba el dominio sobre la misma hasta el pago íntegro de su precio. La denominación del pacto no es propiamente romana, sino más bien moderna.

8. Pacto de no enajenar la cosa (pactum de non alienando). El comprador se comprometía a no vender la cosa, o no venderla a una persona en concreto. El incumplimiento del pacto sólo facultaba al vendedor a reclamar al comprador que la vendió los daños y perjuicios sufridos.

Hubo, además, otros pactos que se añadieron a la compraventa, como el de manumitir a un esclavo (pactum ut manumittatur), no prostituir a una esclava (pactum ne ancilla prostituatur), etc.

El Derecho canónico, en su afán de fomentar la contratación y liberar los formalismos, abunda en la importancia del consentimiento en el contrato de compraventa.

En el Derecho moderno, aun cuando el Código civil francés y el italiano nos presentan una compraventa consensual y traslativa del dominio, a cuyo modelo se adscribe, por ejemplo, el Derecho venezolano, otros Códigos, entre ellos el español y el alemán, se pronuncian más bien por una compraventa consensual, pero no traslativa por sí misma de la propiedad de la cosa vendida. En todo caso, frente a lo que sucedía en ordenamientos jurídicos pretéritos, que consideraban el fin de la venta como la transmisión de una cosa en su realidad material, el Derecho moderno pone de relieve como finalidad principal del contrato la transmisión de la propiedad de la cosa vendida.

Estamos en presencia de uno de los contratos más importantes, no sólo por su frecuencia y habitualidad, pues toda persona lo realiza diariamente (compra de un periódico, de un café, de un billete de metro, de una tarjeta telefónica, de un billete de estacionamiento), sino también por la variedad de formas en las que se practica, como tendremos oportunidad de ver, así como por la multiplicidad legislativa bajo la que se presenta17). Por tales razones, a nuestro juicio, encarna y se erige en el contrato de contratos, el prototipo contractual que nos viene de inmediato a la mente cuando pensamos en la celebración de una relación jurídica contractual. Se trata del contrato más representativo del cambio y, desde un plano meramente sociológico, constituye uno de los ejes de la vida económica18): por su través el productor adquiere las materias primas; y por él también, llegan los productos elaborados al consumidor final. Además, jurídicamente hablando, es el contrato más regulado, al convertirse en modelo para el resto de las variedades contractuales.

Nuestro Código civil lo regula en el Título IV del Libro IV, desglosado en ocho Capítulos (De la naturaleza y forma de este contrato; De la capacidad para comprar o vender; De los efectos del contrato de compraventa cuando se ha perdido la cosa vendida; De las obligaciones del vendedor; De las obligaciones del comprador; De la resolución de la venta; De la transmisión de créditos y demás derechos incorporales; Disposición general19)), desarrollados entre los artículos 1445 y 1537.


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